Evangelio según San Lucas 24, 35- 48.: En aquel tiempo, los discípulos contaron lo que había pasado en el camino y cómo habían conocido a Jesús en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas».
Reflexión: En el texto evangélico de hoy vemos cómo Cristo resucitado saluda a los discípulos con el don de la paz: «La paz con vosotros». Es su firma de disipar los temores y desazones que los Apóstoles han acumulado durante los días de pasión, miedo y de soledad. Con este saludo comprueban que Él no es un fantasma, es totalmente real, aunque, a veces, el miedo en nuestra vida va tomando cuerpo como si fuese la única realidad. En ocasiones es la falta de fe y de vida interior lo que va cambiando las cosas: el miedo pasa a ser la realidad de tal forma que Cristo se desdibuja de nuestra vida. Solamente cuando Cristo está presente en nuestras vidas las dudas desaparecen y se ilumina nuestra existencia. Solamente cuando poseemos una vida interior digna, que le busca a Él y no los honores humanos, vence la Luz pascual que traé consigo subPaz. De ahí que San Gregorio Nacianceno dice: «Tendríamos que avergonzarnos al prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un nombre y una cosa sabrosa, que sabemos proviene de Dios, según dice el Apóstol a los filipenses: ‘La paz de Dios’; y que es de Dios lo muestra también cuando dice a los efesios: ‘Él es nuestra paz’».
En definitiva, la resurrección de Cristo es lo que da sentido a toda nuestra vida, lo que nos ayuda a recobrar la calma y a serenarnos en las tinieblas del cotidiano vivir. Las otras pequeñas luces que encontramos en la vida sólo tienen sentido en esta Luz.
«Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí…»: nuevamente les «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras». Lo vimos ayer con los discípulos de Emaús y lo vemos hoy referido a todos nosotros. El Señor quiere enseñarnos el sentido de las Escrituras para nuestra vida; desea transformar nuestro pobre corazón en un corazón que sea también ardiente, como el suyo: con la explicación de la Escritura y la fracción del Pan, la Eucaristía. En otras palabras: la tarea del cristiano es ir viendo cómo Cristo Resucitado quiere hacernos partícipes de su propia historia de salvación.
En este tiempo de pandemia… ¿dejaremos que el Señor ilumine nuestras mentes con una responsable y bien labrada vida interior que nos lleve a vivir La Paz que Él nos regala? Empecemos por “abrir” las sagradas Escrituras.
Oración: «Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animados con esta confianza, a Vos también acudimos, ¡oh Virgen, Madre de las Vírgenes!, y, aunque gimiendo bajo el peso de nuestros pecados, nos atrevemos a comparecer ante vuestra presencia soberana. ¡Oh Madre de Dios!, no despreciéis nuestras súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amen».
Dios te bendice…* que Su Paz sea tu santo y seña hoy y siempre…