Interrumpiendo hoy, día 6 de agosto, el curso normal del tiempo ordinario de la liturgia, celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, que ya en el siglo IV la celebraban los monjes orientales; poco a poco se fue extendiendo, y en 1457 el papa Calixto III la introdujo en toda la Iglesia latina. Es una fiesta que nos habla de luz, de gloria, de resurrección… y de cruz.
«Habíamos sido testigos oculares de su grandeza».
Pedro fue uno de los tres discípulos, junto a Santiago y Juan, que vivió el privilegio de contemplar la transfiguración del Señor. Y obedeció el mandato de no contar nada hasta que Cristo resucitara de entre los muertos. En su carta utiliza el testimonio personal de la transfiguración (“habíamos sido testigos oculares de su grandeza”, “esta voz la oímos nosotros”, “estando con él”) al mismo nivel que el testimonio de la resurrección: como prueba de la divinidad de Cristo. El mismo Dios Padre lo proclamó: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto “.
Pedro nos exhorta a creer en la Palabra, apoyarnos en ella para que la misma luz divina que transfiguró a Cristo pueda nacer en nuestros corazones.
«Este es mi Hijo, el Amado. Escuchadle».
El Evangelio de esta fiesta es rico en simbología: una montaña, donde tradicionalmente, en el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta; Jesús en oración, como tantas veces en el Evangelio de Lucas; Moisés y Elías, representantes de la ley y los profetas, hablando con Jesús; una nube, que recuerda la nube del Éxodo, presencia de Dios en medio de su pueblo; y una voz del cielo, que pronuncia las mismas palabras que en el Bautismo de Jesús en el Jordán.
En definitiva, se nos presenta una teofanía, una manifestación de la gloria de Dios no con truenos y relámpagos, como en el Antiguo Testamento, sino en el cuerpo mortal del mismo Jesús. Es como si no pudiera retener por más tiempo su divinidad y dejara, por un momento, que “escapara” su condición de Dios; ante los acontecimientos de pasión, cruz y muerte que se avecinaban, y de los que hablaba con Moisés y Elías, quiere que los discípulos tengan un testimonio de esperanza en la resurrección, por el mismo hecho de haber contemplado su gloria con antelación.
No queramos hacer tiendas o intentar vivir este misterio de gloria, pero sin cruz… Es necesario bajar con Jesús a Jerusalén. Para vivir esta celebración de la transfiguración el Padre nos da un Camino: “Éste es mi Hijo, el escogido: escuchadle”. Vivir en escucha de la Palabra cada día. Una escucha que se encuentra en el silencio. Un silencio donde resuena la voz del Padre: Jesucristo.
Y el Espíritu Santo hará el resto: que la imagen de Cristo impresa en nosotros desde el bautismo (cuando también todos estuvimos transfigurados, con una vestidura blanca como la de Jesús) vaya ocupando cada vez más espacio en nuestra vida, hasta que podamos vestir las túnicas blancas de los bienaventurados, que han llegado a la Casa del Padre.
Estamos invitados a una fiesta de luz, aclamemos con el salmista: “El Señor reina sobre toda la tierra”.
HOY CELEBRAMOS
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