Decía san Juan Pablo II: La «Madre del amor hermoso» fue acogida por aquel que, según la tradición de Israel, ya era su esposo terrenal, José, de la estirpe de David. Él habría tenido derecho a considerar a la novia como su mujer y madre de sus hijos. Sin embargo, Dios interviene en esta alianza esponsal con su iniciativa: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). José es consciente, ve con sus propios ojos que en María se ha concebido una nueva vida que no proviene de él y por tanto, como hombre justo, observante de la ley antigua, que en su caso imponía la obligación de divorcio, quiere disolver de manera caritativa su matrimonio (cf. Mt 1, 19).
El ángel del Señor le hace saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación, más aún, que sería contrario al amor esponsal que lo une a María. Este amor esponsal recíproco, para que sea plenamente el «amor hermoso», exige que José acoja a María y a su Hijo bajo el techo de su casa, en Nazaret. José obedece el mensaje divino y actúa según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24).
También gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto con él, el misterio de la Sagrada Familia, se inscribe profundamente en el amor esponsal del hombre y de la mujer e indirectamente en la genealogía de cada familia humana. Lo que Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la Sagrada Familia su expresión más alta. La familia se sitúa así verdaderamente en el centro de la nueva alianza. (Carta a las familias).