“Si quieres decirle algo importante a quien más tú quieres, díselo en una mesa”.
Adagio que, en Jueves Santo, toma cuerpo y forma en Jesús: alrededor de una mesa les dijo que eran hermanos; debajo de una mesa, con sus manos, les indicó que el servicio era carnet de identidad para los hermanos cristianos y, sobre la mesa, les inmortalizó en Sacramento algo que, en principio, no llegaron a entender: esto es mi Cuerpo y mi Sangre derramada por vosotros.
Hoy, en esta mesa, Jesús también nos dice –a nosotros cristianos del siglo XXI- algo esencial y tan importante como entonces: sigue estando presente, vivo, fraterno y sacerdotalmente entregado en nosotros. ¿Llegaremos a entender la belleza (incluso estética) que guarda este cenáculo del Jueves Santo?
1. Hoy, porque el Señor nos lo dice en una mesa, comienza a dejarnos etapas apasionantes y sangrientas de su existencia, de su paso entre nosotros. Aquí, con los colores de la Eucaristía, la fraternidad o el sacerdocio, el Señor nos marca un camino: no podremos vivir sin este Misterio que es manjar pero, tampoco, sin buscarnos los unos a los otros con un objetivo: ayudarnos sin límite. Aunque a veces pesa mucho y, ese servicio, se nos haga pesado.
Ahora, en torno a una mesa, el Señor se nos hace confidente. Nos anuncia horas amargas. Sabe que, los que estamos participando de su Cuerpo y de su Sangre, le daremos la espalda al salir de este momento de intimidad y de sacramento. Sabe, entre otras cosas, que aún diciéndole que compartimos con Él todo lo que nos trae y es, resquebrajaremos la comunión cuando, por mil motivos, rompemos con algo y con alguien que nos rodea. Hoy, en Jueves Santo, el Pan del Cielo nos hace valientes y decididos. Hoy, Jesús que se nos queda en la Eucaristía, garantiza y promueve en nosotros un amor sin farsa (aunque a veces nos cueste darlo), una fraternidad sin límites (aunque otras veces la dosifiquemos), un amor humilde (aunque lo disfracemos).
2. Todos guardamos en las retinas de nuestros ojos aquel famoso abrazo del Papa Francisco con una persona totalmente deformada. Ese gesto, aunque sea llamativo, ha sido repetido en otros tantos miles de rostros por gente que puso sus ojos en Cristo y, sus manos, en los otros cristos que salieron a su encuentro. Ese gesto, el del Papa Francisco, tiene su raíz aquí, en Jueves Santo. Produce sonrojo, siglos después, contemplar al Señor postrado y tirado literalmente a los pies de los apóstoles. Dios, una vez más, se rebaja (ya lo hizo en la noche de Navidad) para buscar, no ahora los labios que le besen y adoren, sino los pies de los suyos para enjuagarlos, limpiarlos y besarlos. Es ahora, en Jueves Santo, cuando vemos los quilates del amor divino: desciende Dios para que, nosotros, no olvidemos de buscar, cuidar y dignificar las periferias de lo que ocurre debajo de tantas mesas opulentas, indiferentes, frías o interesadas. ¿Seremos capaces? ¿No correremos el riesgo de anhelar ser servidos antes que servir? Examen de conciencia para todos: para nosotros los sacerdotes y, por qué no, también para vosotros cristianos de a pie. Que, el servir, no es algo exclusivo de los consagrados sino algo esencial en todo cristiano.
3. Por ello mismo, porque hoy es Jueves Santo, también os pedimos una oración por nosotros los sacerdotes. Somos gente de carne y hueso. Consagrados pero, a veces, ungidos por otros óleos que mancillan nuestra vida sacerdotal. Entregados a Jesús pero no siempre al cien por cien. Enamorados de su causa pero, de cuando en cuando, seducidos por los pequeños y rancios amores que el mundo nos ofrece. Os pedimos, por todo eso, perdón si no hemos sido ocasión de crecimiento y oración siempre porque no es fácil transmitir el buen olor de Cristo. Muchas son nuestras virtudes y otras tantas nuestras debilidades. Que seamos capaces de prolongar en el tiempo y en el espacio todo lo que, esta Pascua, logró sembrar en aquellos primeros cristianos que la consideraron como el centro y el punto álgido de su vida cristiana.
FELIZ JUEVES SANTO…
FELICIDADES A TODOS LOS QUE HABÉIS RECIBIDO EL SACERDOCIO MINISTERIAL