Domingo XXXIII Ordinario Par.
*Evangelio según San Marcos 13, 24-32*: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre».
*Palabra del Señor*
*Reflexión*: En el comienzo, cuando la humanidad se sintió desnuda y expuesta en su máxima fragilidad, la higuera, como don de Dios, les proporcionó “abrigo y protección”. Así nos lo muestra el relato de Adán y Eva que, al utilizar las hojas de esta planta, supieron descubrir, a tientas, al Dios que nos cobija, aun cuando somos pecadores. Por otra parte, los maestros judíos, en especial en Palestina, midieron con este árbol las estaciones del año. Siempre que el frío y el despojo del invierno amenazó la continuidad de la vida, la higuera fue una señal inconfundible de la proximidad del “verano”, esto es, nuevo comienzo, posibilidad de frutos, cosecha abundante y fiesta gozosa. Jesús, con la higuera, adiestra nuestra mirada para un profundo discernimiento: “aprended”; “caed en la cuenta”; “sabed”, —según sea la traducción bíblica que utilicemos—. Cuando la vida se presenta con dolores de parto, no hay motivos para la desesperanza. Allí está el Hijo del hombre que, con su “protección amorosa”, nos anuncia un “verano invencible” para nuestra vida. Es interesante recordar que el evangelio según Marcos posee una tensión mesiánica que se resuelve en la confesión, a los pies de la cruz, del centurión romano. “Viendo sufrir a Jesús dijo —aprendió, supo, cayó en cuenta— verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (Mc 15, 39). En Jesús, “varón de dolores”, uno como nosotros, y todo de su Padre, tenemos esperanza cierta de descubrir a Dios. Pero hay más. Jesús no solo promete, sino que nos anuncia ya una buena noticia: Él está cerca, a la puerta. La imagen del Apocalipsis nos ayuda a profundizar el sentido de Su presencia en el umbral de la propia vida: “¡Mira! Ya estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré en su casa, y cenaré con él, y él cenará conmigo” (Ap. 3, 20).
Por otra parte, más importante que hacer cálculos sobre el fin, es permanecer fieles en su seguimiento, para lo cual, posemos las palabras de Jesús. Estas son inconmovibles —cielo y tierra pasarán— y nos aseguran su compañía a lo largo de todo el camino. Desde ellas afianzamos nuestra confianza en que Dios, nuestro Padre, con su Hijo y el Espíritu Santo, ha sido y es Señor de la historia, y estará en la fase final de los tiempos como siempre: “alimentando los pájaros, vistiendo las flores, contando cada uno de nuestros cabellos, conociendo el día y la hora…” Se entiende así, que al resurgir del invierno de la muerte, Jesús nos envió “a Galilea”, lugar de la vida cotidiana. Allí, en la escucha fiel del discípulo, lo “veremos” en todo signo de resurrección, como en la ternura de las ramas, en la novedad de las yemas. Sus palabras nos permiten caer en la cuenta de la historia conjunta de Dios con todos los hombres y mujeres. Historia del gran amor salvífico que conduce la humanidad, en medio de “distintas estaciones” del camino, hacia su destino final.
*Dios te bendice* Oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.