En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Domingo XVIII Ordinario B
Evangelio según San Juan 6, 24-35: En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó:
«En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron:
«Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús:
«La obra que Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Le replicaron:
«¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer “». Jesús les replicó:
«En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».
Entonces le dijeron:
Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó:
«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».
Palabra del Señor
Reflexión. Hoy muchas personas carecen de una tradición cristiana familiar o social. En principio, esa carencia explica que sus criterios se hayan formado al margen de la mentalidad cristiana y carezcan de una referencia a los valores evangélicos. No obstante, hay que reconocer que a veces su visión del mundo y su comportamiento nos admiran, y nos asombra saber que, a veces, ni siquiera son creyentes.
Muchos de nosotros tal vez sí procedemos de una tradición cristiana arraigada, pero tenemos que reconocer que hemos perdido vitalidad con el paso del tiempo y por el influjo del ambiente. Necesitamos recuperar la fuerza de nuestra fe y la capacidad de transmitir vida en nuestro entorno.
Como nos advierte san Pablo, Cristo nos «ha enseñado a abandonar el anterior modo de vivir», «a renovarnos en la mente y en el espíritu», acogiendo la presencia y la inspiración del Espíritu de Dios. Éste nos habrá de llevar a vivir de acuerdo con nuestra verdadera condición de hijos de Dios, creados a su imagen. Es decir, a preocuparnos por vivir la santidad, a la que nos ha invitado recientemente el papa Francisco, que nos asegura que esa santidad está al alcance de todos en nuestra vida cotidiana.
El camino para vivir esa santidad no es otro que Cristo mismo. En la liturgia de hoy Jesús reprocha a los que le buscan que lo hagan por intereses materiales, porque les ha dado de comer. Y les invita a buscar el alimento que da vida eterna, es decir, una participación de la vida misma de Dios.
La fe es la que procura ese tipo de alimento, una fe que afirma que Jesús es el enviado del Padre y lo acepta como tal, tratando de seguir sus enseñanzas. Él es el pan bajado del cielo, que evoca la providencia de Dios en el desierto mediante el maná, pero que proporciona no sólo la supervivencia, como aquél, sino una vida en plenitud ya ahora y la promesa de vivir para siempre en el reino definitivo de Dios.
Seguir a Jesús es saciar nuestra hambre y calmar nuestra sed. Dos necesidades fundamentales cuyo remedio es esencial para poder vivir. Y sólo Jesús puede satisfacer plenamente esas necesidades. ¿Sabremos discernir esa hambre y esa sed en nuestra vida de cada día? ¿Y sabremos acudir a la única fuente que puede saciarlas?
Dios te bendice Oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.