Santuario Nuestra Señora de los Milagros

ES DOMINGO…

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Domingo XIX Ordinario B

Evangelio según San Juan 6, 41-51: En aquel tiempo, los judíos murmuraban de Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
«¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» Jesús tomó la palabra y les dijo:
«No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.
No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

Palabra del Señor

Reflexión. Cuando el dolor ensombrece por completo nuestro corazón hasta el punto de no dejarnos ver salida alguna, es entonces cuando podemos llegar a desear no haber nacido o incluso morir.

Elías, el gran profeta con quien algunos compararon a Jesús, llega a verse en una situación de sufrimiento de estas características. Las dificultades a las que se enfrenta son tan grandes que le hacen perder toda esperanza. Tal es así, que le pide a Dios que le quite la vida. No ha perdido la fe, pero sí la esperanza.

¿Qué hace Dios ante la angustia del ser humano? Alimentar su esperanza. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias”, nos dice el Salmo de hoy.

Elías es un “hombre de Dios” que ha permanecido y permanece fiel a Él a pesar de la persecución que padece por los adoradores de otros dioses (Baal). Precisamente su fidelidad a Dios le ha llevado a esta situación extrema: huye porque Jezabel, seguidora de Baal y esposa de Ajab, rey de Israel, ha ordenado su muerte. Se dirige al monte Horeb (o Sinaí), al encuentro de Dios, buscando instintivamente en Él ayuda y consuelo. Al fin y al cabo, está en esta situación por su causa. Pero en el trayecto, a través del desierto, siente que le abandonan las fuerzas, como al pueblo de Israel cuando Dios, por medio de Moisés, lo sacó de Egipto. Y, como entonces, Dios permanece fiel. Envía un ángel, un mediador suyo, para que lo alimente, recobre las fuerzas y pueda seguir caminando hacia su encuentro. Y lo conseguirá, después de cuarenta días y cuarenta noches por el desierto. Un episodio que recuerda las tentaciones de Jesús y también su angustia en Getsemaní, con una diferencia: Jesús nunca perdió la esperanza.

¿Cómo alimenta Dios nuestra esperanza? El evangelio de hoy nos responde. Jesús se dirige a personas que buscan la felicidad, que buscan una vida plenamente realizada en Dios, pero que no acaban de creer en él y en su palabra. Jesús les resulta demasiado familiar como para creer que en él hay algo divino. Lo divino, piensan, debería ser extraordinario, suprahumano. Por eso siguen esperando signos y portentos. Pero están buscando a Dios donde nunca lo encontrarán.

Murmuran contra Jesús, como hicieran los israelitas contra Moisés antes de recibir el maná enviado por Dios. Sus críticas recuerdan también las que mencionan los sinópticos cuando Jesús predica, esta vez, en la sinagoga de su propio pueblo, Nazaret: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3). Jesús responde: “el Padre me ha enviado, yo conozco al Padre porque procedo de Dios y nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”.

El evangelio de Juan nos recuerda lo que aparece en él como una constante: Dios es, en sí mismo, amor, relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la última cena las palabras de Jesús serán “nadie va al Padre sino por mí”, pero ahora nos está diciendo “nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre” y “todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí”. La reciprocidad es plena. No es ya un ángel quien viene a visitarnos, como a Elías, sino Dios mismo que se ha hecho compañero de camino. No es ya pan o maná el alimento que Dios envía, sino Dios mismo entregándose para que tengamos vida plena. Así, por medio de Jesucristo, es como Dios alimenta nuestra vida y nuestra esperanza.

San Pablo nos exhorta a ser imitadores de Dios, que no es otra cosa que vivir en el amor. Alimentados con la misma vida de Dios, que se nos da por Jesucristo, somos enviados a llevar esa misma vida a los demás, enviados a hacerle presente en el mundo aliviando angustias y alimentando esperanzas.

Dios te bendice Oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.