En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Domingo XX Ordinario B
Evangelio según San Juan 6, 51-58: En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Palabra del Señor
Reflexión El Evangelio de hoy nos invita a pensar en la Eucaristía. En la última cena Jesús manda a sus discípulos haced lo mismo en memoria suya, hasta que vuelva. No les invita a un mero gesto tradicional. De los que se sientan con él a la mesa espera que entreguen la vida en el servicio a los demás, como lo ha expresado de un modo plástico levantándose de la mesa, quitándose el manto, arrodillándose ante cada uno y lavándoles los pies.
En el banquete de la Eucaristía, es Jesús el que se nos da como pan y como vino, su cuerpo y su sangre que nos alimenta a los creyentes. Comer su cuerpo y beber su sangre nos identifica con él y nos da las fuerzas que necesitamos para hacer vida su palabra.
Acercarnos a comer su cuerpo y beber su sangre puede parecernos algo incluso sencillo. Reconocemos que no somos dignos de recibirle, como el centurión, en nuestra casa. Nos tenemos que acoger siempre a su misericordia. Una misericordia que no tiene límites. Pero entrar verdaderamente en comunión con Jesús significa comulgar con el Evangelio, nuevo modo de ser y de vivir, que nos propone como un verdadero reto. Quien come y bebe con Jesús, pero no comulga con El y su Evangelio, sigue estando en ayunas.
Comer y beber con Jesús, es comerle y beberle, nos hace entrar en comunión con él y con los demás cristianos, formando un solo cuerpo: la santa Iglesia. Es la Acción de Gracias de la que nos habla Pablo en la carta a los cristianos de Éfeso. A ellos y a nosotros nos exhorta a celebrarla.
La Eucaristía es como el maná del nuevo Pueblo de Dios, que camina hacia la plenitud del Reino de Cristo. Es el mejor de los alimento. Nos robustece en la fe con la fuerza del Espíritu Santo, que nos anima en el camino y el esfuerzo cotidiano.
Demasiadas veces hemos hecho de la Eucaristía una rutina. Parce que veneramos, adoramos… nos despreocupamos hasta de seguir las normas litúrgicas, tal vez no estemos celebrando en toda su riqueza y plenitud.
Creo que tenemos la obligación de preguntarnos el motivo por el que en nuestras Eucaristías cada vez hay más sitios vacíos. ¿Podemos siempre llamarlas con propiedad celebraciones de la fe, de adoración, de alabanza, de fraternidad? ¿Sacian nuestra hambre de Dios?
Dios te bendice Oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.