No se trata de aceptar unas verdades imposibles de comprender y decir “vale, lo acepto”. No se trata de comulgar con ruedas de molino. Se trata de experimentar la presencia de Dios, de sentirlo presente en mi vida, en la vida de los hermanos y hermanas, en la vida de la Iglesia, en el mundo, en la creación, y confiar que esa presencia es una presencia bondadosa, hecha de amor y misericordia, que desea nuestra libertad, nuestro bien, nuestra felicidad.
Pero a veces nuestra fe decae. Esa relación de confianza conoce momentos de debilidad, de recelo, de sospecha. Entonces nos sentimos desanimados, sin fuerzas. El amor de Dios que sentíamos que llenaba nuestro corazón de fuerza y entusiasmo se desvanece. El compromiso por ser mejores, por ayudar a los necesitados, por amar a los que viven con nosotros, por perdonar sin medida, como Dios nos perdona, flaquea. Todos hemos experimentado alguna vez esos sentimientos de duda, de pérdida de la confianza.
Ahí viene la petición de los apóstoles. “Señor, auméntanos la fe”. Y el texto de Pablo que nos dice: “reaviva el don de Dios que recibiste… porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde sino un espíritu de energía, amor y buen juicio”.