Juan predicaba desde el desierto, pero no en desierto.
Hablar desde el desierto es hacerlo desde el silencio contemplativo y la familiaridad con Dios; desde el combate victorioso con las tentaciones; desde la austeridad indumentaria y alimentaria (piel de camello, dieta de salta-montes y, menos mal, de miel silvestre); desde la humildad del pobre de Yahvé, indigno de descalzar al Mesías; y, pese a eso, o mejor por eso mismo, desde el coraje profético, el poder de convicción y la fiabilidad del testigo. ¡Sin reserva de desierto, no hay profeta que valga!
Todos somos profetas por el Bautismo, llamados a preparar el camino al Señor en nuestro propio corazón, aterido tantas veces por la falta de fe, la dureza con el prójimo, la mediocridad de aspiraciones o el aburrimiento espiritual. Aun así, el Maestro nos emplaza para abrir brecha y desfacer entuertos, como los descritos por Isaías, en el páramo social de la incredulidad, del olvido de Dios, y de la cultura –digo, incultura–, del vacío, que amenaza corroernos por los cuatro costados.
No faltan tampoco puentes y fisuras, ya-cimientos de bien, esperanzas sinceras, en ese mundo, que es el nuestro, para introducir en sus recintos la luz y la esperanza del Verbo encarnado. Mas, ¿cómo va a proclamarse es-te mensaje, si no existen mensajeros?