Los padres de Jesús, fieles a las tradiciones de su pueblo y a lo mandado por el Señor, cumplen los tres ritos establecidos por la ley: La circuncisión del niño a los ocho días de nacido, la imposición del nombre y la purificación de la madre. La liturgia se centra hoy en este último episodio. Hasta la última reforma del calendario litúrgico, el 2 de febrero recordaba la “purificación de la Madre de Dios”, porque este día cae 40 días después de la Navidad y los ritos de purificación se hacían precisamente 40 días después del nacimiento del niño. De todo este rico relato centramos ahora nuestra mirada en un singular personaje que destaca: El anciano profeta Simeón.
El lema de Simeón bien podría ser: “Vivir para ver”. Alargó sus días por la necesidad que tenía de vivir. Se la alimentaba esa voz secreta del Espíritu Santo, su consejero particular. En una cosa era más docto que otros muchos: Sabía que durante su vida llegaría el Mesías. Lo que él tenía que ver con sus ojos era lo más importante de Israel. Esperar era su pan de cada día, su maná para el camino. No se le había revelado la fecha exacta. Debía vivir en esperanza.
Cuando le llevan al niño, siente cumplida la promesa. Desde un rincón del mundo y encerrado en un templo, Simeón contempla en este niño pequeñito un faro gigantesco que alcanza todos los horizontes. Es la verdadera luz para alumbrar a las naciones. Es un satélite que irradia a todos los puntos del orbe, es la luz del mundo. Es, también, la gloria de Israel. La Gloria de Israel es el Señor. Simeón ve la gloria, la presencia radiante de Dios en ese minúsculo niño. ¿Lo aceptará el pueblo de Israel? ¿aceptarán su luz las naciones? ¿la aceptaré yo?
FELIZ DÍA A TODOS…
especialmente a toda la Vida Consagrada que hoy celebra con alegría su entrega al Señor