-¡Luisa, Luisa, Luisa!
¡Despierta, ven conmigo!
Ella dudaba si sería Miguel, quizás su nieta, alguna Hermana que le traía la comida, o el Padre que iba a llevarle los Sacramentos.
De nuevo, la voz volvía a llamarla por su nombre con más insistencia, pero ella, fruto del cansancio de tantos años luchados, era incapaz de abrirlos y reconocer. Pero se veía que la buscaba, la soñaba, la quería, y por eso, con fuerza, la llamaba. Y como de un tirón, como si la hubiesen agarrado de la mano, abrió Luisa los ojos en la Gloria del Dios de los pobres, y esa misma voz, esa que con insistencia la llamaba, pudo escuchar diciendo: «Ven, bendita de mi Padre, hereda el Reino preparado para ti…».
¡Desde el cielo, ese que hace 364 años te acogió con aires de fiesta, ruega por nosotros!