Bernabé, originario de Chipre, aparece en los Hechos de los Apóstoles un poco después de Pentecostés, en Jerusalén, y después en Antioquía, donde presenta ante sus hermanos a Pablo de Tarso. Pablo y él se dirigen a evangelizar el Asia menor, pero tuvieron alguna dificultad entre ellos y entonces Bernabé volvió a Chipre Fue un hombre de mucha visión, que ejercitó una influencia definitiva en el desarrollo misional De la Iglesia.
Haciendo honor a su nombre, fue exhortación y consuelo para muchos y con su ejemplo y palabra, con su fe generosa y su docilidad al Espíritu, consiguió que multitudes se adhirieran a Jesucristo y permanecieran unidos a Él. Amó, luchó y sufrió por nuestro Señor, por el Evangelio, por los creyentes, y animó a otros a hacer lo mismo (a San Pablo y al evangelista San Marcos, por citar algunos ejemplos).
Estaba lleno del celo que le transmitieron los apóstoles y que éstos habían recibido del Maestro. Esta pasión no se ha extinguido: aún hoy corre por las venas de la Iglesia, arde en su corazón de Esposa y Madre. ¿Quema nuestros corazones? ¿Podemos decir con san Pablo «Ay de mí si no anuncio el Evangelio», «No he ahorrado medio alguno para predicar la fe en Nuestro Señor Jesucristo», «no me importa la vida, lo que me importa es completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios»? Si nuestra vida no grita esto, ¿en qué la estamos gastando?
Que el ejemplo de Bernabé, santo varón, digno de ser contado entre los apóstoles, nos lleve a vivir de manera renovada nuestra vocación misionera y que, como pide la liturgia hoy, seamos encendidos en la llama del amor del Señor y llevemos a todos la paz y la luz del Evangelio con nuestras palabras y obras.