San Atanasio. Obispo de Alejandría en el siglo IV, es doctor de la Iglesia, ferviente defensor de la divinidad de Jesucristo frente a las terrible herejía arriana, que reemerge una y otra vez a lo largo de la historia. Por ello fue perseguido en varias ocasiones lo que le obligó a vivir desterrado cobijado por monjes, como compañero muy próximo de San Antonio eremita.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 6, 60-69: En aquel tiempo, muchos de los discípulos de Jesús dijeron:«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?».
Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen».
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:
«Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
Reflexión: El Evangelio de hoy vuelve a no dejar indiferente a nadie. Contemplamos dos reacciones bien distintas, si no opuestas, por parte de quienes le escuchan. Para algunos, el lenguaje es demasiado duro, incomprensible para su mentalidad cerrada a la Palabra salvadora del Señor, y san Juan dice —con una cierta tristeza— que «desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él» (Jn 6,66). Y el mismo evangelista nos da una pista para entender la actitud de estas personas: no creían, no estaban dispuestas a aceptar las enseñanzas de Jesús, frecuentemente incomprensibles para ellos.
Por otro lado, vemos la reacción de los Apóstoles, representada por san Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos» (Jn 6,68-69). No es que los doce sean más listos que los otros, ni tampoco más buenos, ni quizá más expertos en la Biblia; lo que sí son es más sencillos, más confiados, más abiertos al Espíritu Santo, más dóciles. Les sorprendemos de cuando en cuando en las páginas de los evangelios equivocándose, no entendiendo a Jesús, discutiéndose sobre cuál de ellos es el más importante, incluso tratando de corrigir al Maestro cuando les anuncia su pasión; pero siempre los encontramos a su lado, fieles. Su secreto: le amaban de verdad.
San Agustín lo expresa así: «No dejan huella en el alma las buenas costumbres, sino los buenos amores (…). Esto es en verdad el amor: obedecer y creer a quien se ama». A la luz de este Evangelio nos podemos preguntar: ¿dónde tengo puesto mi amor?, ¿qué fe y qué obediencia tengo en el Señor y en lo que la Iglesia de parte suya enseña?, ¿qué docilidad, sencillez y confianza vivo hacia las cosas de Dios?
Virgen de Los Milagros, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros.
Virgen de Los Milagros, consuelo del afligido y refugio del pecador, ruega por nosotros.
Virgen de Los Milagros, Vida, dulzura y esperanza nuestra, ruega por nosotros.
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios…
Dios te bendice…* no te apartes de su lado. No dejes de confesar a Jesús. “Señor Jesús, mi Dios y mi Salvador, con la pasión de san Atanasio cuando casi todos los cristianos del siglo IV se habían apartado de la verdad de la fe, rebajando tu verdad, tu identidad, como también ocurre muchas veces hoy en día, yo quiero decirme a mí y a los demás, lo que muchas veces digo de forma mecánica: ‘Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios, de verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre por quien todo fue hecho’. A ti el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.