Santuario Nuestra Señora de los Milagros

UNA IMAGEN… UNA PALABRA

San Isidro Labrador es uno de los santos más reconocidos de la Iglesia y sin dudas el más venerado en España, de donde es oriundo justamente, incluso es patrono de la Villa de Madrid y de los agricultores, labor que él mismo supo desempeñar con gran entrega en sus primeros años para ganarse su sustento.

Nació en el año 1080, en Madrid, en el seno de una familia muy humilde y sufrió la tragedia de quedarse huérfano cuando era muy niño. Esta situación lo llevó a tener que buscarse oficios que le permitiesen ganarse la vida, fue pocero, y como ya señalamos, labrador, labor que incluso determinaría su reconocimiento y su nombre santo. Había sido llamado por sus padres como Isidro de Merlo y Quintana.

Cuando en el año 1110 el rey marroquí ataca la ciudad de Madrid, él se trasladará a la zona de Torrelaguna. Allí, siguió realizando tareas de labor de la tierra y siempre muy cercano a la religión. En la parroquia justamente conocería a una joven con la que se casaría y compartiría el trabajo de trabajar la tierra que ella había recibido por herencia. La pareja tuvo un hijo

En el año 1119 comienza a trabajar para un terrateniente en Madrid. Y su tiempo se dividía entre el trabajo y la oración.  Entre sus virtudes más notables se destacaban su humildad y su inclinación natural a ayudar a quienes lo necesitaban, inclusive dándoles lo poco que tenía. Su vida terminó de la misma manera en la que vivió, humildemente, rezando, muy cerca de Dios y asistiendo a los necesitados.
Cuando fallece es sepultado de manera sencilla. Pero, su historia y su muerte en olor de santidad, provocó que el rey Alfonso VIII hiciese que su cuerpo, que se había mantenido incorrupto, fuese colocado en un arca y exhibido. 

Beatificación y canonización 

Fue beatificado en el año 1619 por el Papa Paulo V y canonizado por el Papa Gregorio XV en el año 1622. Su festividad se celebra cada año los 15 de mayo.

Oración : Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animados con esta confianza, a Vos también acudimos, ¡oh Virgen, Madre de las Vírgenes!, y, aunque gimiendo bajo el peso de nuestros pecados, nos atrevemos a comparecer ante vuestra presencia soberana. ¡Oh Madre de Dios!, no despreciéis nuestras súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amen».