Se mezclan en la imaginación:
la ternura y la pobreza, el frío y la calidez, la emoción y el miedo.
Todo depende de dónde ponga uno el acento, si en una contemplación realista de la escena (un parto poco menos que a la intemperie), o en una mirada espiritual a la buena noticia escondida tras la miseria (el Dios niño que viene a darle la vuelta a la lógica del mundo).
Y es que algo de todo esto hay en el pesebre:
el dolor y la dicha, la cruz y la cara.