La cruz es la cruz de nuestro Señor. Es el instrumento de nuestra redención. La muerte en cruz era el suplicio reservado sólo para los esclavos, tan cruel como lleno de ignominia. ¿Cómo se podía pensar que la redención podía venir de la impureza de un cadáver? Sin embargo ahí está la paradoja. Un hombre inocente carga con todos los pecados de la humanidad. Condenado, no condena. En el mayor dolor brilla el mayor amor. La cruz de Jesús, dando muerte al pecado, es causa de reconciliación. Reconciliación de los hombres con Dios. Pero también de gentiles y judíos, de la economía de la ley y de la economía de la fe.
Pero aún sorprendemos otra paradoja que da nombre a la fiesta de hoy. Este condenado, sometido a la máxima humillación, envilecido, desnudo, es exaltado, elevado como la serpiente en el desierto, en signo de salvación para cuantos le contemplan. Es la exaltación del amor: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo”. La Pasión de San Juan que leemos el Viernes Santo contempla a Cristo en la Cruz, lleno de majestad.
Que bien estaría que en este día nos parásemos a contemplar la santa cruz. Y, después de un silencio de asombro, podríamos recitar textos tan bellos, y al alcance de todos, sobre Cristo crucificado. Por ejemplo: “Delante de la Cruz los ojos míos” (Sánchez Mazas). “Pastor que tus silbos amorosos” (Lope de Vega). “El Cristo de Velázquez” (Unamuno).
Feliz dia…